El despertar
incipiente del día, unido a mi insomnio me saca de la cama de manera prematura.
Paris siempre se me ofrece como una tentación irresistible, así que me levanto y
abrazada por las incipientes luces del alba salgo a pasear por las calles aún dormidas hasta Le Quai
Branly, para cruzar a la otra orilla.
Hace frío y
del Sena se eleva una neblina que flota ingrávida sobre las aguas, dándole un
aspecto irreal a las barcazas que se mecen perezosas en el suave vaivén de la
corriente. Entre el murmullo acuático de sus esqueletos de madera, parecen
dormitar, soñando con los misterios escondidos entre las aguas. Al otro lado
del río el perfil de los edificios es un dibujo a carbón por el que, una mano
invisible ha deslizado un difumino, haciéndole perder la definición de sus
contornos.
Me detengo unos instantes a saborear esta
hora de calma en la que aún no se perciben los ruidos de la gran urbe pero si
las voces ocultas de lo invisible.
Un
barrendero con aspecto de emigrante me sonríe amable y le devuelvo la sonrisa,
ese sencillo gesto, esbozado casi sin pensar, nos une por un instante.
A poca
distancia de mí, apoyada en la barandilla del puente, una mujer de mediana edad
contempla absorta algo inmaterial y lejano. Ella está allí, pero no su
espíritu. En su mirada perdida hay tanta tristeza que siento el deseo de
abrazarla, de confortar la enorme nostalgia de su alma, que intuyo herida. Sin
embargo no lo hago, al fin y al cabo para ella soy una desconocida y el
contacto físico parece algo más limitado a efusiones entre íntimos amigos que
no a un acto de solidaridad. Tal vez ese sea el problema de la soledad del
mundo actual, somos demasiado anónimos, tememos y desconfiamos del calor de un
abrazo, nos da miedo implicarnos.
A mí
alrededor empieza a despertar la vida, las sombras y la niebla del alba se
retiran, absorbidas por los nítidos colores del nuevo día que se anuncia radiante,
aunque frío. Los perfiles de los edificios se concretan de nuevo y Paris se va
poblando de ruidos familiares. La mujer del puente parece regresar del remoto
lugar donde se hallase. Ha pasado su momento de silencio, ese que saca a flote
nuestras flaquezas. El mendigo sigue durmiendo, seguramente en brazos de Morfeo
puede olvidar que es un marginado. Tal vez esté soñando con la persona que fue
o quizás siente que solo puede ser aceptado en su mundo onírico y ese es su refugio.
De las puertas
abiertas de un pequeño café se expande el alegre sonido de un acordeón, los
compases de “Sous le ciel de Paris” inundan el aire acompañando el aroma de
deliciosos croissants recién horneados. Eso me recuerda que aún no he
desayunado así que, atraída por la irresistible llamada de los sentidos, me
dirijo a la entrada del sencillo local.
Al cruzar la
puerta me encuentro en un espacio lleno de antiguo aroma, como de un tiempo
congelado en el pasado. Todo respira cierta decadencia y está envuelto por una
sensación de acogedora calidez. Cada silla, cada mesa, han recopilado en las
huellas tatuadas en su añeja madera un montón de vivencias, de historias
hilvanadas entre estos muros, de alegrías y tristezas tejidas alrededor de una
humeante taza de café. Incluso alrededor de aquellas copas cuya finalidad es
llegar al olvido. De la pared cuelgan un sinfín de fotografías de un Paris algo
lejano, todavía en blanco y negro, donde perdura en imágenes el fascinante
mundo de la bohemia.
Detrás de la
barra, un hombre de edad indefinida trastea en la vieja cafetera. Al oírme se
vuelve y me sonríe… “Bonjour madame, je viens tout suite”
Me siento en
una pequeña mesa desde donde tengo una bella panorámica del Sena. Por un
instante el cristal de la ventana se convierte en la acuarela de mis sueños. Estos
desfilan sobre las aguas del río y se deslizan en su corriente, mientras los
contemplo fascinada por el poder que tienen sobre mis sentidos y mis emociones.
La presencia del camarero con el desayuno rompe el mágico momento y me devuelve
a la realidad, pero sin perder de vista esa fina línea que la separa del
inconsciente.
Sé que ellos
siempre están conmigo, yo les adjudico sus colores y a cambio son mi oasis de
luz. Por eso, en ese instante cotidiano pero especial a la vez, mientras
saboreo despacio mi “café au lait” la mente los perfila de nuevo, silenciosos y
eternos, como una huella sutil de mi
esencia, trazos invisibles de mí autentico ser.
Más allá de
aquel rincón, en las bulliciosas calles sigue la vida, salpicando a los seres
de alegrías y miserias, como una fina lluvia donde las gotas danzan con la
música de las risas y en ocasiones se confunden entre lágrimas de nostalgia.
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