2/18/2014

DESPERTAR EN PARÍS


El despertar incipiente del día, unido a mi insomnio me saca de la cama de manera prematura. Paris siempre se me ofrece como una tentación irresistible, así que me levanto y abrazada por las incipientes luces del alba salgo a pasear  por las calles aún dormidas hasta Le Quai Branly, para cruzar a la otra orilla.

Hace frío y del Sena se eleva una neblina que flota ingrávida sobre las aguas, dándole un aspecto irreal a las barcazas que se mecen perezosas en el suave vaivén de la corriente. Entre el murmullo acuático de sus esqueletos de madera, parecen dormitar, soñando con los misterios escondidos entre las aguas. Al otro lado del río el perfil de los edificios es un dibujo a carbón por el que, una mano invisible ha deslizado un difumino, haciéndole perder la definición de sus contornos.

Me detengo unos instantes a saborear esta hora de calma en la que aún no se perciben los ruidos de la gran urbe pero si las voces ocultas de lo invisible.

 En un banco cercano duerme un mendigo. La visión de su figura delgada y frágil, sacude mis sentidos. Es la otra cara de la gran ciudad, la de la soledad y la miseria, la de la individualidad que aísla a los seres humanos dentro de la multitud.

 A lo lejos el tañido de las campanas de Notre Dame me trae el recuerdo de un sensible y solitario Quasimodo, brutalmente repudiado por su deformidad y pienso en todos los seres que sufren día a día el lastre de sus diferencias. En un mundo "tan civilizado" aún no hemos aprendido a tolerar y mirar más allá de la simple fachada, donde reside la esencia y lo que verdaderamente importa.

Un barrendero con aspecto de emigrante me sonríe amable y le devuelvo la sonrisa, ese sencillo gesto, esbozado casi sin pensar, nos une por un instante.

A poca distancia de mí, apoyada en la barandilla del puente, una mujer de mediana edad contempla absorta algo inmaterial y lejano. Ella está allí, pero no su espíritu. En su mirada perdida hay tanta tristeza que siento el deseo de abrazarla, de confortar la enorme nostalgia de su alma, que intuyo herida. Sin embargo no lo hago, al fin y al cabo para ella soy una desconocida y el contacto físico parece algo más limitado a efusiones entre íntimos amigos que no a un acto de solidaridad. Tal vez ese sea el problema de la soledad del mundo actual, somos demasiado anónimos, tememos y desconfiamos del calor de un abrazo, nos da miedo implicarnos.

A mí alrededor empieza a despertar la vida, las sombras y la niebla del alba se retiran, absorbidas por los nítidos colores del nuevo día que se anuncia radiante, aunque frío. Los perfiles de los edificios se concretan de nuevo y Paris se va poblando de ruidos familiares. La mujer del puente parece regresar del remoto lugar donde se hallase. Ha pasado su momento de silencio, ese que saca a flote nuestras flaquezas. El mendigo sigue durmiendo, seguramente en brazos de Morfeo puede olvidar que es un marginado. Tal vez esté soñando con la persona que fue o quizás siente que solo puede ser aceptado en su mundo onírico y ese es su refugio.

De las puertas abiertas de un pequeño café se expande el alegre sonido de un acordeón, los compases de “Sous le ciel de Paris” inundan el aire acompañando el aroma de deliciosos croissants recién horneados. Eso me recuerda que aún no he desayunado así que, atraída por la irresistible llamada de los sentidos, me dirijo a la entrada del sencillo local.

Al cruzar la puerta me encuentro en un espacio lleno de antiguo aroma, como de un tiempo congelado en el pasado. Todo respira cierta decadencia y está envuelto por una sensación de acogedora calidez. Cada silla, cada mesa, han recopilado en las huellas tatuadas en su añeja madera un montón de vivencias, de historias hilvanadas entre estos muros, de alegrías y tristezas tejidas alrededor de una humeante taza de café. Incluso alrededor de aquellas copas cuya finalidad es llegar al olvido. De la pared cuelgan un sinfín de fotografías de un Paris algo lejano, todavía en blanco y negro, donde perdura en imágenes el fascinante mundo de la bohemia.

Detrás de la barra, un hombre de edad indefinida trastea en la vieja cafetera. Al oírme se vuelve y me sonríe… “Bonjour madame, je viens tout suite”

Me siento en una pequeña mesa desde donde tengo una bella panorámica del Sena. Por un instante el cristal de la ventana se convierte en la acuarela de mis sueños. Estos desfilan sobre las aguas del río y se deslizan en su corriente, mientras los contemplo fascinada por el poder que tienen sobre mis sentidos y mis emociones. La presencia del camarero con el desayuno rompe el mágico momento y me devuelve a la realidad, pero sin perder de vista esa fina línea que la separa del inconsciente.

Sé que ellos siempre están conmigo, yo les adjudico sus colores y a cambio son mi oasis de luz. Por eso, en ese instante cotidiano pero especial a la vez, mientras saboreo despacio mi “café au lait” la mente los perfila de nuevo, silenciosos y eternos,  como una huella sutil de mi esencia, trazos invisibles de mí autentico ser.

Más allá de aquel rincón, en las bulliciosas calles sigue la vida, salpicando a los seres de alegrías y miserias, como una fina lluvia donde las gotas danzan con la música de las risas y en ocasiones se confunden entre lágrimas de nostalgia.

 

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