Una vez se hubo auto enviado la carta de
reclamaciones, decidió que lo más prudente, para poder empezar de cero, era
hacer una buena limpieza interior como esa que a veces nos da por hacer en casa,
poniéndolo todo patas para arriba.
No resulta nada fácil subir al desván del corazón y ponerse a hurgar por donde hemos acumulado las huellas de todo aquello que
ha configurado nuestra vida. Allí acaba habiendo de todo: restos de buenas
vivencias, amores perdidos, sueños destrozados, feos tatuajes de épocas para olvidar
y el polvillo neutro de todo aquello que
se limitó a ser amorfo.
Como estaba muy concienciada con el
medio ambiente, decidió que había que reciclar, echando cada cosa en su debido lugar. Se
pasó toda la tarde decidiendo lo que iba a tirar y reencontrándose con sus
viejos fantasmas y una vez pasado este tiempo, bajó a los contenedores de basura
cargada de bolsas.
Echó al contenedor del cristal todos
aquellos recuerdos punzantes que se le habían clavado en el alma, al del papel
todas aquellas notas y cartas que en un tiempo fueron algo y se quedaron en
nada, al de los envases y bien cerrados en recipientes herméticos, aquellos
amores que dolieron tanto y por fin al de los residuos, cada brizna de
tristeza, cada partícula de sueños perdidos y cada resto de lastre que le
dificultaba el paso.
Subió de nuevo a su desván, esta vez más
liberada y ligera que nunca, para barrer a fondo, librándose así incluso de
cualquier resto de polvo, por amorfo que fuese.
Aquel día, al rozar la noche, muchos
aseguran que vieron un estallido de fuegos artificiales. Otros que el cielo se
pobló de mariposas de colores. Parecían no ponerse de acuerdo en cuanto al
origen de tal eclosión lumínica, pero todos coincidieron en una cosa: sea lo
que fuese que iluminó el firmamento, salía del desván de aquella casa, donde vivía
la mujer del vestido rojo.