Al doblar la esquina de los sueños
me encontré con un paisaje de agua y piedras.
Recorrí sus calles, me demoré en sus plazas
y poco a poco, me enamoré de aquel espejismo
que emergía sobre las aguas de la laguna.
Dejé que me sedujera la niebla que lo abrazaba,
el susurrar de sus góndolas y el vaivén de sus mareas.
Escuché las voces antiguas atrapadas entre los muros
y reseguí, con mi retina, el perfil de los palacios.
Al llegar la noche, mi espíritu bailó con su música.
Fluía, lenta, de las cuerdas de un violín
mientras la hechicera luna se demoraba en los canales.
Cada nota se enlazó a la brisa, hasta rozar las estrellas
y Venecia, convertida en nocturna acuarela,
desnudó su pasado de cortesanas y misterios
deshojando sus fachadas de las huellas del tiempo.
Aquella melodía era el vibrante latido de la ciudad
que empezaba a cerrar sus ojos tras las ventanas.
El tañido de la media noche, conjuró el silencio.
Y yo, soñadora noctámbula, habitante de lo insólito
deambulé, por la inverosímil geografía de los puentes,
hasta doblar otra esquina, abierta a la magia de lo eterno.