Había una vez una niña que nació ciega a lo banal, a lo ficticio. Su mirada
traspasaba las barreras que imponen lo preestablecido y buscaban la esencia,
pues ella intuía que era lo que le daba valor a las cosas. A veces se perdía en
ensoñaciones de colores y creaba sus propios espacios. Su cielo era de un radiante
azul cian y en él las nubes no eran blancas si no que en su piel mutante se fundían
los pigmentos del Arco Iris y el mar, del que estaba enamorada, era para ella
como un calidoscopio que contenía todos los matices porque en su inmenso espejo
se reflejaban las metamorfosis del universo.
Así pasó su infancia, navegando solitaria en su pequeño velero y mirando de
lejos el despreocupado bullicio de los demás niños, pues su alma, responsable y
solidaria, precozmente adulta, no
encontraba un lugar entre ellos.
Pasaron los años y siguió ruta por su mar de incertidumbres, sintiéndose
ajena a todo, habitante de ningún lugar y a la vez amante de las cosas
sencillas. Pronto empezaron a perfilarse las playas de la adolescencia y las
recorría sin decidirse a desembarcar en ninguna. Sin embargo, en contadas
ocasiones, tentada por la llamada del rebaño, hizo alguna pequeña incursión a
tierra firme, pero enseguida se daba cuenta de que ella no era como las demás
ovejas, ni tampoco quería serlo. Así pues, navego buscando su lugar a través de
un mar pintado de azul índigo donde a veces diluía naranjas, rojos y magentas
para vestirle de placida aurora o de apasionado ocaso. A lo lejos perfilaba el
resto del paisaje con su paleta de verdes salpicados de ocres, sienas y
tostados sintiéndose feliz ante tanta belleza, deseosa de aprender a plasmarla en
la tela.
Un día se abrió ante sus ojos un nuevo horizonte, un espejismo de piedras y
agua que parecía emerger de las cenizas oníricas de la noche. El alba bañaba
esa laguna de ensueño y ella supo con seguridad que por fin había descubierto
su refugio.
Esta vez amarró bien su barca pues sabia que no seria un desembarco efímero
sino que allí debía cumplir una etapa importante de su vida. La muchacha sonrió
a la ciudad que le devolvió una nostálgica sonrisa y enseguida ambas se
reconocieron y respetaron. Como una madre le abrió sus brazos y le permitió
gozar de su magia. Ella a su vez le devolvía ese regalo recreándola en sus
grabados, creando surrealistas dibujos de sus calles, de sus desconchadas fachadas,
de sus canales y rincones más sencillos. Atrapó su esencia y la trasladó a la noche
para fundirse en ella. Amó el silencio de las piedras, cada grieta, cada mancha
de humedad, los viejos tejados, las airosas altanas, el equilibrio funambulesco
de los campanarios, la geometría imposible de sus casas, el laberinto de sus
calles y los murmullos de la laguna. Se enamoró de su neblina y de su
melancolía y estuvo segura de que allí era donde debía estar.
En el crisol de la mágica isla se gestó una catarsis que la convirtió en un
alma abierta a los demás y su aura se llenó de luz y colores de modo que todos
los que se acercaban quedaban fascinados por una sensación de placida
serenidad. Vendía sus dibujos a los habitantes de la laguna que veían en ellos
el verdadero corazón de su ciudad y así pronto empezó a su vez a conquistar los
corazones de estos habitantes que la acogieron como una veneciana más.
La muchacha de la mirada melancólica aún sigue en Venecia y si pasas por el
campo de San Cassian quizá la encuentres sentada sobre el pozo, con su larga
melena y su sonrisa abierta a los paseantes, a la luz y a la vida, expresando
con su arte mil sensaciones, envuelta en la fina seda de la inspiración,
trazando dibujos y plasmando en ellos su onírica mirada de la ciudad. Sí, la
verás allí como una etérea ninfa surgida de las aguas rozando los perfiles de
un sueño.