Fluyo, en un espacio móvil que discurre entre raíles y
estaciones. La mañana es gris y la ausencia de colores le otorga una aburrida
neutralidad. Nada hay que cosquillee mis sentidos y voy dejando pasar los
minutos inmersa en el tranquilo traqueteo.
Bajo en Sants y me muevo por la estación como un autómata,
pasando de un andén a otro para efectuar mi habitual trasbordo. No tarda ni
cinco minutos en aparecer mi tren. Sale de las profundidades del túnel con el
deslizar tranquilo que precede a la parada. Subo y me instalo en un vagón casi
vacío. Allí sentada, me digo a mi misma que hace apenas unas horas me
encontraba en un tren similar que iba en dirección contraria, eso me lleva a
pensar que paso parte de vida en el trayecto. De repente la oscuridad del túnel
queda atrás y constato que el día sigue envuelto en la misma atmósfera plomífera,
que sólo invita a la pereza. Me distraigo, mirando por la ventanilla el paisaje
que desfila como un difumino, perfilado en neblina. Al fondo se dibuja un mar acerado salpicado
de espumas. Las primeras gotas resbalan tímidamente por el cristal, añadiendo un toque nostálgico.
Es entonces cuando los oigo... si, aquellos primeros
compases. Instalado en la plataforma cercana, un hombre ha empezado a tocar un tango.
Pasional y arrabalera la melodía se expande, inundándolo todo. Invade cada
rincón del vagón y se hace tangible a ras de piel, con su esencia sonora y
sugerente.
De repente la mañana gris se vuelve cárdeno poniente
abrazando mi cuerpo. La cordura se me vuela en alas de la música desvelando unas
ganas locas de bailar. Dudo entre ese deseo y la vergüenza del “qué dirán” pero
la llamada de aquella sensual cadencia está llena de fuerza y arrasa toda
timidez.
Me dejo ir y bailo. Bailo con el ritmo. Él es mi compañero, quien me seduce con su cuerpo sonoro y enlazada a él me muevo con sinuosidad felina. Me lleva
colgada de los hilos de su pentágrama y nos deslizamos por el pasillo, trazando
filigranas, retándonos y provocándonos en un duelo apasionado de amor y
desamor, de fusión y abandono.
Tras las ventanillas la lluvia sigue cayendo, pero mi piel ya
no siente el frío ni la nostalgia porque la piel del tango me envuelve,
trasladándome a un local en penumbra, donde gime el bandoneón y los cuerpos son
sombras. Bailarines embriagados por la magia del ritmo.
Cesan los compases, se aquieta el tiempo, desaparece el cárdeno
poniente y el salón en penumbra y la realidad del vagón, casi vacío, se hace
palpable. El habitáculo móvil, sigue su monótono deslizar y fuera el cielo llueve nostalgias sobre la piel del mar.
En algún otro punto del tren, varios vagones más allá, tal
vez el mismo tango siga sonando, en su fluir felino de encuentros y olvidos.