Anoche, subí al acantilado de los sueños a escuchar el
susurro de las conchas marinas. En las redes de la luna hay un revoloteo de
peces y mil pájaros azules nadan en el océano del cielo. Convoco estrellas
errantes para pedir deseos que luego se pierden en el lago del olvido.
Unas cuantas utopías me cosquillean la nariz y al estornudar
todas se disuelven en lluvia de rocío.
Un rebaño de nubes juegan a las metamorfosis y me fusiono en
ellas, convertida en luna de papel. Eolo, al verme, se vuelve juguetón y sopla
con fuerza haciéndome volar por el firmamento a caballo de su aliento.
Planeando, aterrizo sobre el desierto de las soledades y me
paseo entre dunas de ausencia hasta que me deslumbra el espejismo de la
posibilidad.
La imaginación me perfila un oasis. Un reposo en la tierra de
los nómadas. En ese pequeño paraíso me siento bajo las palmeras, junto al
pequeño lago de aguas turquesa, a dialogar con El Principito que, casualmente, pasaba
por allí. Charlamos largo rato, llenando la atmósfera de sueños y
vivencias. Más tarde, al despedirse, me regaló su rosa y me fui a deshojarla al mar.
Al amanecer, cada pétalo engendró otra rosa, hasta convertir
el inmenso prado de agua salada en un cálido tapiz. Atraída por la belleza del instante, me desnudé de todo lastre sumergiéndome en el azul de fuego. Las olas se volvieron caricias de acuáticas mariposas
sobre el filo de mi piel. Sobre el lecho marino, Poseidón bailaba con las sirenas y a galope del
viento navegaban, raudas, las barcas de las ilusiones. El mundo emergía de los velos de la noche.
Esta mañana, subida al acantilado de los sueños, el sol me ha anudado a la
tierra con sus hilos de luz. Feliz y renovada, me he despertado sobre un arenal de sábanas de ámbar.
Más allá de la puerta del aire, desde algún lugar de la galaxia El Principito me ha lanzado un
guiño. Un gesto cómplice que me ha dado alas de fuga. Ahora, con ellas sobrevuelo mares de cristal, hacia un horizonte desconocido donde palpita de nuevo la vida.