Habitante de ninguna parte, solitario y
anónimo, camina sin rumbo. Su hogar es la calle y su familia la nada. Se mueve,
dando tumbos, por el laberinto urbano, como un autómata colgado de los hilos del
vacío. Su equipaje son harapos, unos cuantos cartones y una botella de alcohol
barato. Un día dejó de ser quien era huyendo de su mundo para sumergirse en la
vorágine de la indigencia. Ahora ya nadie se pregunta quién es, en qué momento
naufragó o cuales fueron las causas de su declive. Tiene el alma huérfana de abrazos y la mirada empañada por tantos crepúsculos
de fuego y lágrimas. Ya no piensa, sólo fluye en
la corriente, anestesiando su mente, huyendo del ser y el vivir. Los
transeúntes se cruzan en su camino ignorándolo, porque la ignorancia es una
forma de eludir la realidad que nos asusta.
Él se arrastra, por esa tierra de nadie,
hacia aquel banco escondido del parque, donde se acuesta cada noche. Bajo un
universo de silencio contempla las estrellas y tal vez en la fracción de un
segundo, despunte un destello en su mirada. Pero será sólo eso, un efímero
destello. Luego sangran los recuerdos y empieza a beber para narcotizar los sentidos. Justo antes de caer en el letargo etílico que le sumerge en el sueño, le
parece sentir la calidez de una piel y la caricia de unas manos que hace mucho
tiempo le amaron.