8/30/2015

LA MUJER DE LA GUITARRA



La vi sólo una vez, de eso hace unos cinco meses. Entró en la vinoteca casi a la hora de cerrar. Una mujer anónima que iba completamente vestida de negro y cargaba una guitarra. Pese a su andar algo inseguro, todavía conservaba un toque de elegancia. La ropa le quedaba holgada y bajo ella se intuía un cuerpo flaco, que en otro tiempo debía de ser atlético. Iba sin maquillar y en su rostro se dibujaban los estragos del alcohol y las drogas. Debía de tener no más de cuarenta años o tal vez menos, pero era difícil de determinar, debido a su estado de decadencia física. Tras esa decadencia, aún podía vislumbrarse la chica que fue. Alta, delgada, con clase y, como pude constatar después, culta.

Se acerco al mostrador y me pidió una copa de tinto que empezó a beber a pequeños sorbos.
En un principio pensé que se dedicaba a la música, por lo de la guitarra, pero cuando se lo pregunté, me respondió que era de su hija. Ese fue el detonante que la llevó a hablarme de su vida. Estaba inmersa en un divorcio reciente que definió como tormentoso. Su ex marido y ella andaban a la greña y en medio estaba su hija de diez años.

Mientras ella hilvanaba su historia, a veces saltando de un punto a otro sin seguir una coherencia, me paré a pensar si su estado era consecuencia de ese divorcio o más bien lo había provocado. Me comentó que su ex no quería que viese a su hija y, dadas las circunstancias, pude entenderlo, pues no se veía una persona estable sino necesitada de terapia y cuidados. Ella misma era consciente de que bebía en exceso y que a esto se sumaba el hecho de tomar alguna otra sustancia que no especificó, pero aseguró que no pensaba ir a ningún centro, ni ver a ningún médico. Su creencia, como la de muchos que caen en esa espiral, era que podía controlarlo por sí misma. Estaba sola, o se empeñaba en estarlo y esa soledad anímica aún la hundía más en el caos.

Me habló de que había pasado la noche con un hombre del que no sabía ni como se llamaba, incluso se insinuó a mi socio, que estaba presente en la conversación. Un cliente rezagado que entró a comprar una botella de vino también fue objeto de sus insinuaciones. No sé si buscaba sexo o un poco de calidez humana para compensar su norte perdido.

En un momento dado se fijó en el pañuelo que yo llevaba anudado al cuello y me pidió permiso para arreglármelo. La dejé hacer, mientras con manos temblorosas recomponía un anudado artístico alrededor de mi cuello. Le costó, por su torpeza de movimientos, pero al final consiguió que se viese original y elegante.

Fuimos demorando la hora de cerrar, mientras ella hablaba sin parar, casi como si lo hiciese consigo misma, pero finalmente tuvimos que indicarle que nos íbamos a comer. Aún le quedaba vino en la copa y me pidió que se lo pusiera en un vaso de plástico… "para el camino" -me dijo- Aunque ni ella misma sabía cuál era ese camino.

Cogió el vaso y la guitarra y con ella pegada a su cuerpo salió a paso vacilante.
Justo mientras cerrábamos el local la vimos perder el equilibrio al intentar cruzar la calle. Unos viandantes la ayudaron a sentarse en el borde de la acera y nos acercamos para preguntarle si quería que avisáramos a alguien.

_No hay nadie a quien avisar-respondió- me arreglo sola, solamente necesito descansar un rato.

_Pues llamamos a una ambulancia… no puedes quedarte aquí, necesitas es atención medica.

Llegados a ese punto se puso casi violenta, negándose en redondo a que hiciésemos ninguna llamada. Su estado era preocupante, no podía ni levantarse, así que mi socio se alejó un poco y solicitó ayuda.
Poco después llegó la ambulancia.

_No teníais que haber llamado -me dijo, con tono de reproche- no quiero estar encerrada.

La subieron a la ambulancia con la guitarra fuertemente abrazada, como si esta fuese la esencia de esa hija de la que hablaba con tanta añoranza. Esa fue la última visión que tuve de ella. Esa y su mirada, color canela, apagada, dolida, triste.

A pesar de los meses transcurridos, a veces aún me viene a la memoria y me pregunto dónde estará ahora la anónima mujer de la guitarra y si estará en camino de recuperar su norte.


8/23/2015

PARAÍSO PERDIDO





Me confieso adicta a la playa. De hecho soy mujer de mar y disfruto plenamente del paisaje marino, de sus azules, de su brisa, sus aromas y del latido del mar, ya sea un plácido latido o una violenta arritmia, fruto de la tempestad. Sin embargo, debo confesar que no me gusta ese mar de verano y el éxodo masivo de gente que lo acompaña, así que procuro evitarlo, eludiendo las horas punta. Aunque en plena canícula no hay una precisa definición de “horas punta” y eso da poco margen para disfrutar de una posible tranquilidad.

A pesar de todo, ayer, contra viento y marea, me decidí a bajar a la playa. Era temprano, así que pensé que tendría aún un espacio de calma. Efectivamente, los pocos que campaban por la playa a esa hora eran de la quinta de los jubilados, nada alborotadores y gente de calma. Coloqué mi toalla muy cerca de la orilla, como a mí me gusta, conecté los auriculares a mi ipod y me tumbé a gozar del momento. La brisa olía a yodo, a sal y rocas marinas, en mis oídos sonaba “La Mer” de Debussy, el sol caldeaba mi piel y me sentí como en un pequeño paraíso … de vez en cuando, una ola más atrevida  reptaba desde el rompiente hasta rozar mis pies. Sólo me faltaban la hamaca y las palmeras, pero con un poco de imaginación... cerré los ojos ¿qué más se podía pedir?

En ese estado en plácida ensoñación pasé, no sé muy bien cuanto tiempo, hasta que el sonido agudo de una voz rompió el encanto…
_¡Booorjaaa, no vayas corriendo que tiras arena!

Antes de que me diese cuenta una andanada de arena se cernió sobre mi toalla, pegándose a mi piel. Lo peor fue que, al tal Borja, le seguían cuatro "Borjas" más o como se llamasen y el aluvión de arena se prolongó hasta que toda la tropa hubo pasado. En fin, la calma se había acabado y me incorporé resignada . Entonces me di cuenta que mi pequeño latifundio arenisco ya no era tal sino un arenal invadido de toallas, sombrillas y bañistas. Familias enteras se congregaban a mi alrededor y mucho más allá. Parecía que hubiesen crecido como setas sobre el húmedo musgo.

Desprovista de los auriculares me llegó el griterío que ahogaba ya todo rumor marino. La brisa olía a coco y a bocata de chorizo -el que se comía el joven de al lado- y la orilla era un hervidero de paseantes que se entrecruzaban con adolescentes kamikazes, en pleno chapuzón a lo bestia y niños que, con riesgo de ser atropellados, levantaban sus castillos o cavaban frágiles túneles, que las olas se encargaban de deshacer. De ese conjunto de paseantes cabía destacar a los señores, tan entrados en años como en carnes, que lucían un sucinto slip y un moreno casi africano, al más puro estilo: maduro playboy.

El tal Borja y su tropa seguían haciendo de las suyas, rebozando de arena a las sufridas señoras, empapadas de bronceador, convirtiéndolas así en una especie de croqueta humana. De los chiringuitos cercanos empezaba a elevarse el típico olor a fritanga, acompañada de los éxitos del verano. Más allá de la arena, varios conductores al borde del ataque de nervios, se peleaban por un aparcamiento.

Ante tal metamorfosis del paisaje marino, decidí hacer mutis por el foro. Recogí mi bolsa y mi toalla  y puse rumbo a casa. El jardín me recibió como un oasis de calma, ideal para sentarme con mi compañero el libro, dejando que las palabras cosquilleasen mis sentidos.


8/20/2015

DESEOS DE AZAFRÁN




Un sol de canela acaricia las fachadas
deshojando una lluvia de pétalos de ámbar
sobre la imprecisa acuarela urbana.
Siento tu piel desnuda, cosida a la mía
y disfruto de su latido en esta quieta vigilia
que me mantiene despejada e insomne.
No quiero que ningún viento rompa el hilo
que, sin atar, anuda mi piel a la tuya
tejiendo esa complicidad entre nuestras almas.
La siento cada vez que te acercas,
como una melodía abrazándonos.
Una melodía que va más allá de la ausencia
perdurando al otro lado de este ensueño,
como el susurro de tu voz, tocándome.
Allí sólo hay sombras, soledad, nostalgia
y en la espera quemo un tiempo estéril
hilvanando deseos de azafrán.

8/19/2015

CURVAS DE HIELO Y FUEGO



Reposaba a su lado, ella, su sueño, la amante perfecta. Sensual odalisca de noches infinitas, cómplice compañera de sonrisas, esencia de calidez y abrazos rebozados en silencios. Su cuerpo perfilaba en la penumbra una suave orografía de valles y colinas. La resiguió con la mirada, dejando que sus sentidos se enamorasen de lo perfecto y acariciasen la belleza de lo imperfecto. Recordó el placer de verse reflejado en sus ojos al amanecer y saboreó el dulce instante de la espera.

Entonces elevó la copa de vino y brindó por ellos, por esa invisible química que los unía. Bebió un sorbo y el cava rosado le regaló una explosión de diminutas burbujas. Fue como si el aire estallase en esferas de colores, creando una atmósfera de pura voluptuosidad -antesala de íntimos placeres- Luego, depositó la copa sobre la ondulante colina de su cadera. Aspiró el seductor aroma de mujer y se quedó pegado a ella, sintiendo el latido de su piel desnuda, inmerso en aquel ensueño de curvas de hielo y fuego difuminadas en la penumbra.

Entonces ocurrió… tal vez fue un rayo de luna, el paso fugaz de una estrella, o un suspiro de Venus quien iluminó el perfil de la mujer y encendió un reflejo de pasión en la rosada transparencia de la copa de cava, convocando así la llamada del deseo.

8/18/2015

SE HIZO LA LUZ



Fue en aquel amanecer, teñido de rojo y ámbar, en que salí a respirar el mundo. Era Agosto y un cálido sol de jengibre empezaba a derramarse sobre la ciudad, ruborizando las fachadas y borrando las sombras del asfalto.

Me calcé las zapatillas de andar sin rumbo y dejé que estas me llevaran hasta el paseo marítimo, justo hasta donde se dibujaba una línea de altas y cimbreantes palmeras. Una brisa suave sazonó de sal mis mejillas y rizó mis cabellos como caracolas marinas.

Olas de fuego y canela se mecían a tempo lento bajo el cárdeno latido del cielo y un trío de gaviotas desperdigadas, ejecutaban un baile desordenado en el espacio aéreo. A lo lejos, un grupo de pequeños veleros labraban una serigrafía de blancas estelas sobre la superficie del salado lienzo.

Me sentí feliz, inundada de esa felicidad que sale del alma, expandiéndose, como una marea por cada sentido. La mañana era perfecta, llena de armonía. Cada detalle estaba en su lugar, cada cosa tenía una razón de ser. La brisa, los colores y la luz formaban un todo perfecto a mí alrededor, creando una maravillosa atmósfera. Me descalcé, pisando la tibia arena y anduve hasta la orilla. A mis espaldas, quedó un reguero de huellas -efímera constatación de mí paso- que más tarde, se mezclaría con las marcas de otras huellas. Una lengua de mar me acarició los pies, trenzando brazaletes de espuma en los tobillos. Por el rompiente, se deslizaba un incesante vaivén de olas en calma, sorteando un laberinto de conchas y guijarros.

El mundo parecía estar hecho de invisibles sonidos, orquestados en una melodía perfecta. La tierra conjugaba su lento despertar de transparencias, enlazados a una espiral de azules y sal. La falla de un tiempo inmóvil se abrió ante mis ojos y entonces…

El timbre del teléfono sonó y mí yo fugitivo y soñador regresó de golpe a la realidad de la oficina. En un instante, desapareció el sol, el mar, los colores, la brisa y las gaviotas. La perfecta melodía del universo quedó ahogada por el monótono teclear de los ordenadores y el agitado trasiego de la redacción, a la vez que la mañana de ensueño se me esfumaba como una espiral de humo en el vacío.

La pantalla en blanco se abría ante mis ojos y al otro lado del teléfono el redactor jefe me apremiaba con el artículo del día. Entonces algo ocurrió. Fue como si el viento de todas las constelaciones agítase la bella utopía del ensueño perdido y en medio del caos y de las presiones, se hizo la luz y empecé a teclear: Fue aquel amanecer teñido de rojo y ámbar…

8/10/2015

EL RELOJ DE LA VIDA






La tarde se deslizaba, lenta, alargándose en lo infinito de la canícula veraniega.Sentada bajo una de las pérgolas del jardín, dejaba pasar las horas, sumida en el vagar de sus pensamientos. Su cuerpo postrado en la silla de ruedas ya no daba para mucho. Los años habían hecho mella en cada una de sus viejas articulaciones, hasta el punto de dejarla invalida del todo. Cierto es que eso forma parte del proceso natural de la paulatina decrepitud que rodea la vejez del ser humano. Sin embargo la naturaleza, en una especie de irónica concesión, le había mantenido la mente totalmente lúcida. Ahora mismo ella no podría afirmar si eso era bueno o malo. El ser consciente de la propia decadencia física no era nada agradable. Su mente aún funcionaba como antaño, coherente y rauda, pero el lastre de su invalidez la mantenía allí, sentada, en su silla de ruedas, esperando el momento de partir. Sí, eso que llamaban el tránsito hacia otra vida. A menudo pensaba que ahora mismo ese tránsito podía ser una liberación.

A sus 95 años, Celia, había perdido amigos y seres queridos. Sus hijos y nietos andaban todos tan ocupados que sus visitas eran escasas y fugaces.

La mayoría de residentes del geriátrico padecían una senilidad mental que hacía imposible cualquier dialogo coherente. Desde que murió su amigo Santi, hacía de eso tres meses, se sentía muy sola, habitante de una isla carente de afectos y emociones. Aparcada en ese pasillo que va de la vida activa a la muerte.

Miró a su alrededor. Era media tarde y a esa hora las enfermeras sacaban a los residentes a tomar un ratito el aire, antes de cenar. Muchos se reunían en pequeños grupitos a charlar, generalmente de sus achaques o de temas deshilvanados del espacio y tiempo real.

Un par de asistentes iban de unos a otros para ver si necesitaban algo. Observaba a sus compañeros de residencia sonreír, con esa sonrisa perdida que surge de la simplicidad de no saber muy bien a quien se sonríe. El típico empobrecimiento de unas mentes sumidas en un vacio progresivo que iba mermando su consciencia.

Otros ya ni sonreían y vegetaban inmersos en el laberinto de la nada. La asustaba llegar a eso, aunque a veces la consciencia resultase punzante.

Por esa razón había creado una especie de terapia de supervivencia mental, que consistía en hilvanar relatos. Siempre había disfrutado del placer de la escritura en sus ratos de ocio, incluso había publicado un par de libros, hacía ya unos años, cuando todavía estaba en activo. La paradoja era que ahora que disponía de tanto tiempo, la artrosis no le permitía escribir. Sus historias se quedaban allí, guardadas en su mente, como las teselas de un pequeño mosaico, hecho de palabras.

Carla, una de las cuidadoras, se acerco con un zumo de naranja. Siempre que sus miradas se cruzaban, Carla captaba las señales de aquella mente, intensamente viva, atrapada en un decrepito cuerpo. Sabía de aquella anciana que había sido una mujer muy emprendedora e inteligente y en las ocasiones en que su escaso tiempo libre se lo permitía, había constatado que hablar con ella era una gran lección de vida y experiencias.

Se preguntaba el por qué sus hijos no disfrutaban más de esa lucida sabiduría que vibraba en el fluir de su conversación y aparecían tan poco por allí. Sí, era cierto que los tres eran personas ocupadas y con cargos importantes, pero su madre no era eterna y los abrazos sólo se necesitan y se pueden compartir en vida. Pero ese hecho era bastante común en el geriátrico. Los hijos aparcaban allí a sus mayores y con eso se creían que ya cumplían. La vida moderna no dejaba lugar para compartir con los abuelos. Seguramente en un futuro sus hijos tampoco tendrían tiempo para dedicárselo a ellos.

La Sra. Celia terminó de beberse el zumo y le alargó el vaso. Luego, se desconectó de nuevo de su realidad y siguió hilvanando historias, relatos que nunca nadie escribiría y que quedarían por siempre flotando, entre los fragmentos desprendidos del reloj de la vida.

8/02/2015

TODAVÍA SUEÑO



Cuando me apremia el deseo
de dibujar el ritmo de un poema
rebusco entre las palabras
pero a veces están distantes.

Me sumerjo en mil silencios
atenta al latido que yerra extraviado
entre senderos de estrellas.

Cierro los ojos ante el mundo
y soy consciente del aire que respiro,
y de cada instante de amor
que en un tiempo fue delirio.

Me pongo a pasear, desnuda el alma,
por los arrabales de la ausencia
que están sembrados de ortigas.

Y ese deambular duele y reconforta
avivando la conciencia de ser equilibrista
en el vórtice de calmas y tormentas
impresas en el billete de un viaje.

Tras esa encrucijada de certezas
percibo la pulsación de las palabras.

Oscilan en la magia de un verso
que flota en los confines de mi mente
y ya nada importa ni me es urgente.

Ajena al diluvio de las horas
escucho música, perfilo y coloreo
palabras de alegría y de naufragio
que nacen en la tierra del recuerdo.

Ecos nómadas que surgen del mar
vibrando en la penumbra del crepúsculo
ecos que saben de la lluvia y la oscura noche
del azul, la pasión y la melancolía.

Mientras, escucho esas voces del pasado
fluye la noche, más allá de las ventanas
y los deseos imposibles se mecen
en el aire invisible de las sombras.

**** 

Todo se vuelve etéreo, ingrávido
y en la oscura tela del universo
titila la mágica luz de un lucero
que habita en la orilla del olvido.
Es en ese instante de viaje interior
en que soy consciente de que todavía sueño.