La quieta estancia era un refugio de soledades. Sentada frente a la ventana
dejaba vagar una lluvia de recuerdos que a su paso dibujaban regueros de
nostalgia en el frío cristal, componiendo la acuarela de un pasado azul. Más allá, se desperezaba la vida sobre el asfalto
de la ciudad. Los primeros transeúntes corrían, inmersos en la vorágine de un
reloj loco, persiguiendo metas que siempre se alejaban, hasta demoler sus sueños. Anunciando el nuevo día, la luz del alba empezó
a derramarse sobre los tejados y resbaló hasta las calles, creando una radiante
marea cromática que atrapaba los seres en su deambular. El mundo seguía rodando, tan sugestionado por la vorágine de las
rutinas, que se olvidó de detenerse para saborear la belleza del instante.
Rasgando sombras, conquistando espacios, la luz se deslizaba por la piel de
las fachadas, hasta que su sonrisa de colores se reflejó en los cristales,
rompiendo el trazo de la nostalgia. Fue esa fracción de segundo la que ahuyentó
los recuerdos devolviéndola al presente y en él resurgió, ilusionada y viva, tocada
por la magia de la posibilidad.