La lluvia vestía la tarde de grises y tenue
neblina. Parecía que el incipiente verano se hubiese tomado un respiro dando
paso a un otoño, con aires de okupa. Ella estaba sentada frente al ordenador
intentando, en vano, convocar a las musas. El blanco de la pantalla era tan
inquietante como el folio en blanco, el lienzo en blanco o la mente en blanco.
Blanco, ese color puro y angelical que en esas circunstancias tomaba la
dimensión de ausencia total de ideas creativas. Cada línea tecleada era después
borrada por la certeza de su falta de lo que ella llamaba “alma” y que era aquello
intangible, pero lleno de ilusión, que daba sentido a sus escritos.
Bajó a la cocina para hacerse un te especiado.
Pensó que tal vez el poder de las especias le despertaría la imaginación. La
lluvia seguía cayendo sobre el jardín, barnizándolo todo con su brillante pátina.
Los verdes de las hojas recién lavadas lucían como nuevos y los brotes tiernos
se inclinaban bajo el peso de las gotas que se columpiaban, como pequeños
kamikazes, antes de caer al vacío.
Decididamente las especias tal vez
fuesen muy afrodisiacas, pero lo que es inspirar, nada de nada. Ante tanto
blanco mental decidió subir al desván. Los días grises invitan a pasear por los
recuerdos y allí había montones de ellos guardados en cajas polvorientas.
Enfiló la estrecha escalera y tras forcejear con la vieja cerradura la puerta
se abrió con un ligero chirrido.
Sentada en el centro de la estancia, una
niña de largas trenzas pelirrojas le sonrió. A su alrededor se esparcían lápices
de colores, una caja de acuarelas, pinceles y folios con divertidos dibujos. Con
un gesto la invitó a sentarse a su lado y le tendió un folio en blanco. Ella, lo
cogió y sonrió a la niña que un día fue y seguía latente en ese espacio de
juegos infantiles. Entonces lo supo, las musas estaban justo ahí, en la
historia de su vida. Tomó uno de los lápices y empezó a redactar: “Hace mucho
tiempo, corría por este desván una niña solitaria, de desbordante imaginación,
que veía la vida en colores…”
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