Me gusta dar largas caminatas por la costa, ajena al reloj, envuelta en un otoño mutante con sonrisas de sol y lágrimas de lluvia. Lo que le aporta magia a esos paseos es el sentarme frente al mar, a veces tan alborotado como mi alma, muy cerca de su orilla, sintiendo en el rostro el latido de sus besos de espuma. En esos espacios de soledad, conjugada con la naturaleza, las ideas fluyen en tropel, como las olas a caballo del viento. Esa soledad me predispone a un encuentro conmigo misma a la vez que me invita a hacer balance, sopesando el debe y el haber para saber si están en equilibrio. Otras veces, navego en una corriente de ideas creativas que luego se convierten en la base de nuevos proyectos.
Nunca me ha asustado la soledad, de niña nos hicimos amigas. Sé que tiene muchas caras y si bien, en momentos puntuales, es bueno saber estar a solas con uno mismo, sin miedo al diálogo con nuestro yo más íntimo, no hemos de dejar que eso castre nuestra capacidad de comunicarnos.
He conocido solitarios que no eran sino personas incapaces de abrirse a los demás, ya sea por miedo a desnudar su alma o porque nadie les enseñó cómo hacerlo. La comunicación nos libera y eso se aprende, puedo asegurároslo. Normalmente nos aislamos en nuestros momentos de bajo estado anímico, quizás por lo difícil que resulta que alguien nos acompañe a estar solos. Alguien que esté sin estar, respetando nuestro silencio, sin pronunciar palabras vanas, sin apretarnos el aura. Una presencia invisible que sólo se manifieste si alargamos la mano en busca de apoyo. Todos necesitamos una mano, un gesto, un abrazo y doy fe de que lo peor que puede ocurrir es que, al lanzar un grito de socorro, no haya nadie que venga a rescatarnos. Entonces es cuando te araña la soledad anímica azuzando esa sensación de que si de repente desapareces, nadie te va a echar de menos.
La primera vez que escuché la canción que da título a esos pensamientos me atraparon sus contradicciones, me fascinó ese poema surrealista que tan bien expresa cómo se desea vivir la soledad en compañía. En instantes de caos interior, una parte de nosotros desea el aislamiento para no mostrar nuestra vulnerabilidad. En contrapunto, y debido a nuestras humanas incongruencias, necesitamos saber que hay un apoyo, alguien que no nos juzga y a quien le importamos lo suficiente como para saber respetar nuestro voluntario retiro.
No somos islas, eso nunca va asociado a la felicidad. La vida nos va regalando etapas exuberantes, llenas de alegría a nuestro alrededor y otras cargadas de ausencias. Los sentimientos son como una montaña rusa y nuestros momentos plenos y felices siempre tienen que ver con otro u otros seres humanos y con la subida de las sensaciones. Sin embargo el mundo parece abocarnos cada vez más a la soledad. Los medios virtuales son un buen ejemplo y aquellos que hemos vivido otra época, presidida por la presencia y el contacto, sabemos que nada puede suplir la calidez de la comunicación en directo. Sonrisa, gesto, mirada, voz… Son percepciones que nos arropan y nos hacen sentir parte de algo y de alguien.
Es triste pensar en una sociedad cargada de egoísmo y sin tiempo para alargar la mano a un amigo o a un ser querido. Nadie ama la soledad y quien dice lo contrario sólo tiene miedo de necesitar a alguien y que ese alguien le falle. Acostumbra a pasar y, como gatos escaldados, nos protegemos, creando un caparazón que sólo hace que aislarnos más.
Acompáñame a estar sola… Sí, difícil de pedir, difícil de encontrar. Sin embargo, como aún creo en las utopías, alguna vez, sólo alguna, en que la soledad anímica se me desborda, me atrevo a alargar la mano, dejándola suspendida en el vacío, esperando la calidez de otra mano, que me arrope el alma.