La tarde se desnuda lentamente de sus
pétalos de luz, dibujando una danza obscena en el horizonte. Un grupo de
gaviotas navegan por el océano celeste cortando las olas de la brisa. El puerto
se cierra como un abrazo alrededor de las barcas y su latido es la salmodia de
los mástiles rasgando el silencio.
Más allá, por los pasillos urbanos de la
ciudad, sus habitantes se mueven con prisas y sin horizonte. El día que agoniza
oscurece sus miradas y su rastro se pierde en la dureza del asfalto. Inmersos
en sus rutinas no se atreven a parar el tiempo para disfrutar del placer de ser
ellos mismos. Rodeados de sonidos y huérfanos de palabras corren a esconderse
bajo los tejados, para congelar por unas horas su vagar atropellado. Pocos serán
conscientes de la magia de la luna o del pícaro titilar de las estrellas que
brillan sobre la piel del mundo.
Yo sigo paseando por el puerto, huyendo
de la marea urbana, buscando el sabor de la vida. El secreto sabor de las cosas
sencillas, que tal vez no empujan a grandes cambios, pero incitan a los
sentidos a salir de su letargo y dejar de no hacer nada.
Respiro el crepúsculo y ese aroma de
recuerdos que lo envuelve. En un instante la cárdena tela del horizonte se
llena de imágenes y con tinta azul las resigo, gozando del libre trazo de mis
sentidos.
Mucho más tarde regreso a casa por las
calles casi desiertas. Ha anochecido y los ojos de luz de las fachadas son
pequeños escenarios del teatro de la vida abiertos al voyerismo ajeno.
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