Perezoso, se descuelga el sol detrás de las montañas. El cielo es un
incendio apasionado que no quema, parece de cobre, de un metal líquido
derramándose entre nubes, hasta fundirse en el horizonte. Arden los pliegues del aire entre la arboleda, las viejas
columnas vegetales se elevan y tejen telarañas que filtran la luz. Bajo el
magma del crepúsculo, paseo por el jardín. Pronto, empezarán a perfilarse límites
de sombra y ceniza y la piel de la noche nos mostrará de nuevo la belleza oculta
de los astros y su danza ancestral.
El mundo va aquietando su latido para que no entorpezca la llegada de los
sueños. En un rincón se perfila una rosa, el frágil e imperceptible movimiento
de sus pétalos me colma de fragancias. Sigue despeinándose la luz, dejando en
mi piel sombras como desnudeces. En cada hoja tiembla un resto de claridad
cansada como la huella de un beso que despacio se desvanece. Puedo
escuchar el silencio que llena mi espacio de voces remotas, de ecos perdidos
entre susurros de olas y choque de guijarros que se elevan desde la cercana
playa. Es la hora del retorno y la tierra, como una fruta madura, se abre a la
herida del ocaso. Apaga despacio las pinceladas de sus colores como si fuera
soplando las velas de un candelabro y se viste de formas confusas, desdibujadas,
liberadas de su aspecto cotidiano. El día se deshoja como una flor marchita. Con
cada pétalo se desprende una brizna de luz y una quietud de cristal inunda el
aire, llenándome de una paz inusual. Me siento parte del paisaje, una minúscula
partícula de vida que palpita con cada sensación que la abraza. La esencia de
la tierra se mueve despacio hacia el corazón de las tinieblas, casi parece
flotar ingrávida bajo esa quietud de espera envuelta en una silenciosa melodia, trenzada por el ritmo de un verso inacabado, flotando entre las sombras.
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