2/07/2014

CREPÚSCULO


Perezoso, se descuelga el sol detrás de las montañas. El cielo es un incendio apasionado que no quema, parece de cobre, de un metal líquido derramándose entre nubes, hasta fundirse en el horizonte. Arden los pliegues del aire entre la arboleda, las viejas columnas vegetales se elevan y tejen telarañas que filtran la luz. Bajo el magma del crepúsculo, paseo por el jardín. Pronto, empezarán a perfilarse límites de sombra y ceniza y la piel de la noche nos mostrará de nuevo la belleza oculta de los astros y su danza ancestral.

El mundo va aquietando su latido para que no entorpezca la llegada de los sueños. En un rincón se perfila una rosa, el frágil e imperceptible movimiento de sus pétalos me colma de fragancias. Sigue despeinándose la luz, dejando en mi piel sombras como desnudeces. En cada hoja tiembla un resto de claridad cansada como la huella de un beso que despacio se desvanece. Puedo escuchar el silencio que llena mi espacio de voces remotas, de ecos perdidos entre susurros de olas y choque de guijarros que se elevan desde la cercana playa. Es la hora del retorno y la tierra, como una fruta madura, se abre a la herida del ocaso. Apaga despacio las pinceladas de sus colores como si fuera soplando las velas de un candelabro y se viste de formas confusas, desdibujadas, liberadas de su aspecto cotidiano. El día se deshoja como una flor marchita. Con cada pétalo se desprende una brizna de luz y una quietud de cristal inunda el aire, llenándome de una paz inusual. Me siento parte del paisaje, una minúscula partícula de vida que palpita con cada sensación que la abraza. La esencia de la tierra se mueve despacio hacia el corazón de las tinieblas, casi parece flotar ingrávida bajo esa quietud de espera envuelta  en una silenciosa melodia, trenzada por el ritmo de un verso inacabado, flotando entre las sombras.

 

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