A las puertas de un nuevo año toca hacer
balance y plantearnos una serie de propósitos, aunque luego nunca se cumplan.
Por una vez me apunto al tópico y reviso el pasado año -cosa totalmente inútil,
pues lo pasado, pasado está- y no tengo muy claro si de sus errores aprenderé,
ya que tiendo a tropezar en la misma piedra. De todos modos me irá bien para
soltar lastre y navegar más ligera.
Voy colocando en la balanza lo negativo
y lo positivo, a ver hacia dónde cae y una vez todo colocado y visto el
panorama, decido no guardar lo malo en el armario de los recuerdos, pues es
como una fruta podrida que sólo crea más podredumbre. Lo mejor es deshacerme de
todo ello y con esa intención lo meto todo en una bolsa -bastante grande, por
cierto- y lo cargo hasta el contenedor de los residuos tóxicos, para que sea
convenientemente eliminado, no sea caso de que rebrote y vuelva a pillar. Luego,
regreso a casa y me dedico a colocar lo bueno en pequeñas carpetas, bien
clasificado en los ficheros de la memoria. Junto instantes de felicidad,
algunos éxitos, los últimos proyectos -todavía por resolver- ilusiones aún no
perdidas e inolvidables abrazos. Lo voy colocando despacio en su lugar y me
permito recrearme con aquellos momentos pasados que no volverán jamás.
Al terminar, cierro en archivo de los
recuerdos y me dispongo a recibir al nuevo año. No le pongo ninguna
expectativa, ya he aprendido con creces que nunca se cumplen. Voy a permitir al
destino que me sorprenda, en lo bueno y en lo malo, pues sé que hay sueños que
nunca van a realizarse, pero tal vez aparezcan otros, que todavía no conozco y
me equilibren la balanza.
Elevo la copa por lo que ha sido, por lo
que es y por lo que será.
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