La liviana pieza parecía llenar el escaparate con su halo de
sensualidad perfilada en negro. Finísimo encaje, tul y transparencias, todo
ello reducido a la mínima expresión, creaban un conjunto de lencería capaz de
elevar el más decaído ánimo masculino.
Se detuvo a contemplarlo atraída y a la vez sorprendida por
su elevado precio, inversamente proporcional a su tamaño. Calculó mentalmente
sus posibilidades adquisitivas y decidió que podía darse el gusto. Así que, un
poco azorada, como una niña pillada en falta, entró en la tienda.
La recibió una dependienta escuálida y con maquillaje gótico
que se deshizo en halagos, refiriéndole lo deseable y atractiva que estaría con
el susodicho conjunto y ante tanta verborrea ella se sintió como una especie de
Venus, recién caída del Olimpo a la que mil dioses hacían la ola.
Mientras se probaba la escueta lencería, una vocecita
interior le recriminaba ese despilfarro que estaba a punto de cometer. Ya ni
recordaba cuando fue la última vez que se compró un conjunto sexi y bonito y aquel,
hay que reconocerlo, era una llamada a la lujuria total. Un desafío felino ante
tanta braguita práctica y cómodo sujetador.
Así que cogió a la voz interior de la cordura por una oreja y
la encerró a cal y canto donde no pudiese oírla. Entonces la otra voz, la ilógica,
loca y pecadora se dejó oír como una autentica soprano, dando el do de pecho e incitándola
a la compra.
La dependienta colocó el maravilloso conjunto en una bonita
caja roja, atada con un lazo dorado y lo metió en una bolsa, también roja, de
la cual colgaba una etiqueta que decía: “Por siempre sexi” Un gran embalaje
para algo tan minúsculo.
Salió del establecimiento con el espíritu erótico muchos
grados por encima de la medida habitual. Él ya estaba en casa cuando llegó. No
le comentó nada durante la cena, que por otra parte se paso zapeando canales y
gruñendo alguna que otra respuesta a sus preguntas.
Esperó impaciente que viese aquella serie con risas de fondo
y a la que ella nunca le pillaba la gracia. Esperó que siguiese zapeando un
buen rato más y en un momento dado se escapó al baño para perfumarse toda y ponerse
el sensual conjunto.
Así, vestida, o mejor dicho: desvestida se asomó a la puerta
del salón. La tele seguía encendida. Se acercó, por detrás, haciendo equilibrios
sobre aquellos finísimos tacones de aguja, que nunca se ponía. La causa bien se
merecía un sacrificio, los tacones altos estilizan las piernas, elevan las
nalgas y ponen a los hombres. Por lo menos eso había oído decir.
Dio la vuelta al sofá, haciendo una sugerente pirueta, imitación odalisca, que le
valió un traspié, aunque sin consecuencias, y justo cuando iba a pronunciar con
voz melosa y susurrante la palabra: ¡Cariño! un sonoro ronquido emergió del
fondo del sofá.
Esa especie de rugido somnoliento, casi abismal, fue como un
jarro de agua fría apagando todas las hogueras. El termómetro erótico realizó
un descenso en picado y la realidad regresó a su vida.
Sabia de muy buena tinta que ni el ataque de un bombardero lograría
sacarlo de su sueño. Así que se descalzó, tiro a un rincón los altos zapatos y
fue a buscar una manta para taparlo -el típico sentido maternal de las mujeres-
Luego se quitó el liviano conjunto, lo dobló con cuidado y lo guardó en el
fondo de un cajón, antes de meterse en la cama, sola, como tantas otras veces.
La voz de la cordura, que tras varios intentos había logrado
salir de su encierro, se puso a gritar a pleno pulmón: ¡Debías de haberme
escuchado!
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