Desde el día en que la envolvió aquel
destello azul, vivía sumida en una especie de dulce amnesia. Ya no recordaba su
vida anterior. Sus trazos estaban encerrados,
a cal y canto, dentro de la caja de seguridad del olvido. Eso la eximia de todo
recuerdo, de toda mirada al pasado.
Se había comprado unas nuevas sandalias
rojas y a menudo vestía de rojo, haciendo de ese color una celebración a la
pasión. Nada esperaba, salvo la magia de los instantes que el destino le regalaba
y poder gozar de ellos como si fuesen la concreción del más preciado sueño. Dejó
de ser, para ser ella misma descubriendo, en ese ejercicio de libertad, el
verdadero valor de la existencia.
Había roto con todo, hasta el punto de
que la consideraban desaparecida de la faz de la tierra, pero ella vivía. Vivía
en un lugar sin nombre, suspendida entre dos mundos. El destello azul era una
constante en su espíritu y un sensual fluctuar en su vida. Cuando aparecía, ella
se transformaba en una felina, como él. Una tigresa excitante y sinuosa paseándose
por el filo del erotismo, escalando sus cimas. Era una licenciosa y
complaciente amante, en íntima fusión azul, deleitándose con el festín de
los cuerpos. Convertida su piel en el alambique donde se gestaba el deseo, dejando
que el látigo del placer azotase sus sentidos.
Luego, tras el paso del destello, volvía
a ese lugar sin nombre donde se había refugiado a vivir la espera. Sumida en
una vorágine creativa, modelaba vivencias con las palabras, haciendo de cada
sensación una huella perdurable. Hilos azules tejían versos y relatos que luego
colgaba en el cielo nocturno, como una insomne poetisa, vestida de rojo,
esperando un plenilunio de canela que le devolviese su esencia felina.
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