Hoy, fascinada por la acuarela del alba, he salido a vivir la vida, columpiándome en los prados del
aire y contando etéreas mariposas. Luego, me he puesto a correr, tan ligera como si
llevase las botas de siete leguas, hasta perderme en oníricos paisajes. Unos paisajes donde se fundía lo terrestre con espacios marinos y con universos flotantes
de invisibles planetas, ocultos tras la luz solar. Allí, bajo la sombra de un
cocotero, me he calzado las zapatillas rojas y he bailado sin tregua, siguiendo
la cadencia del viento, como un pájaro de fuego enlazado a la pasión. En alas
de ese baile, cárdeno y desenfrenado, se me han volado las horas de un mediodía
de mar en calma, perfilado de sonrisas, con toques de sal, guindilla y un
pellizco de canela. La siesta ha marcado un periodo neutro, de pura relajación
y ensueño. Ha sido un paréntesis entre el baile y las pantuflas, entre la
fuerza de la energía solar y la placidez de la tarde que ya declinaba, perezosa y
ambigua. El crepúsculo me ha dibujado campos de amapolas en las nubes y he
visto apagarse el día y encenderse la noche. Ahora, las farolas parpadean en
las calles y los últimos fríos del invierno se pierden por las esquinas,
azotando los rostros de los rezagados. Yo sigo en pantuflas, cómoda, resuelta en
hogar, inmersa en mi mundo de palabras y escribiendo absurdos sacados de
realidades, mientras resurgen los astros.
Los veo titilar, más allá de la ventana, como gotas de jengibre latiendo
en un cielo de chocolate. Cuando me despoje de las pantuflas para deslizarme
entre las sábanas, escalaré los peldaños de los sueños, con un bote de nata,
para darle un mordisco a ese cielo y me sentaré, entre dulces bocados, en la
Osa Mayor a ver pasar la noche. Creo que será mágica porque el eco de las
sombras pregona que, en la pasarela del cielo, habrá un gran desfile de luna y
estrellas.
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