El reloj marcaba las 21h. momento en que iniciaba su
particular maratón. Los clientes iban llenando las mesas y la lista de platos a
preparar iba en aumento. Aquel caos puntual era la tónica de la mayoría de
noches. Con la llegada del tórrido verano, el estrecho habitáculo de la cocina
tampoco era el lugar ideal para trabajar a tope. Todo el calor parecía
concentrarse allí, entre fogones y ese hecho, añadido a la tensión del momento,
la llevaba a renegar en voz baja preguntándose a sí misma: qué puñetas hacía
allí, cuando podía estar en su jardín mirando la luna.
Cada vez que la cara sonriente del camarero aparecía por la
ventanita de comunicación de la sala, con un nuevo pedido, le entraban ganas de
salir corriendo, colgar el delantal y pirarse bien lejos. Pero eso era sólo
producto del estrés puntual que la agobiaba. Todo ese chaparrón de adrenalina
la incitaba a sumergirse en una
improvisada organización que parecía multiplicarla por dos. A veces le daba la
sensación de tener seis manos... o por lo menos desearía tenerlas.
Aquella noche estaba siendo especialmente concurrida. El
calor apretaba de lo lindo en aquella especie de retaguardia culinaria. El caos
era el protagonista y los platos bailaban a su alrededor en pleno desafío. Ella
loncheaba jamón y quesos a todo gas, enfrentada a una serie de artilugios
cortantes que amenazaban la seguridad de sus maltrechos dedos. Disponía las
tapas con elegancia (aunque realmente habría tirado, de cualquier manera, los
ingredientes en el plato, en vez de colocarlos con gracia)
“Una de sardinas, tostada de atún, surtido de quesos (odiaba
el surtido de quesos) una de callos, unos boquerones, tres de pan con tomate,
tostada de anchoas (desgranaba el camarero)” y ella (sintiéndose el clon
de Cenicienta) se preguntaba, mientras picaba ajos y unos tomatitos, el por qué
no había ideado un complemento menos laborioso para la dichosa tapa.
22h y la cocina estaba en su punto álgido. Desde lejos le
llegaban la música y el murmullo apagado de las conversaciones de los clientes.
Un tenedor fue a caer justo encima de su pie, calzado con sandalias, el
cuchillo de los quesos parecía jugar al escondite y ella, se convertía en la versión
humana del correcaminos, haciendo viajes a la nevera cada vez que faltaba un
ingrediente. Por la estratégica ventanita de comunicación se sucedían pedidos y a la vez
entrada de platos sucios. Sumida en una continua metamorfosis que fluctuaba entre
ser pinche o cocinera lo iba recolocando todo en el lavavajillas y a la vez sacando
adelante los encargos de los clientes.
El tiempo fluía entre fogones, perfumado de choricitos a la sidra,
queso azul, cecina ahumada… aromas sabrosos pero ausentes de todo chic. Estaba
cansada y entumecida, pero por suerte se acercaba la medianoche y con ella la calma.
La improvisada Cenicienta iba ralentizando su ritmo, mientras ordenaba la
cocina.
Lástima que ningún hada madrina le iba a regalar unos zapatos
de cristal (aunque realmente en ese momento desearía andar descalza) ni al
final de la jornada la esperaría una carroza-calabaza para llevarla a un baile,
ni ningún príncipe iba a venir a rescatarla.
Al fin y al cabo ya se sabe: los cuentos, cuentos son
No hay comentarios:
Publicar un comentario