7/12/2015

UN CLON DE CENICIENTA



El reloj marcaba las 21h. momento en que iniciaba su particular maratón. Los clientes iban llenando las mesas y la lista de platos a preparar iba en aumento. Aquel caos puntual era la tónica de la mayoría de noches. Con la llegada del tórrido verano, el estrecho habitáculo de la cocina tampoco era el lugar ideal para trabajar a tope. Todo el calor parecía concentrarse allí, entre fogones y ese hecho, añadido a la tensión del momento, la llevaba a renegar en voz baja preguntándose a sí misma: qué puñetas hacía allí, cuando podía estar en su jardín mirando la luna.

Cada vez que la cara sonriente del camarero aparecía por la ventanita de comunicación de la sala, con un nuevo pedido, le entraban ganas de salir corriendo, colgar el delantal y pirarse bien lejos. Pero eso era sólo producto del estrés puntual que la agobiaba. Todo ese chaparrón de adrenalina la incitaba a sumergirse  en una improvisada organización que parecía multiplicarla por dos. A veces le daba la sensación de tener seis manos... o por lo menos desearía tenerlas. 

Aquella noche estaba siendo especialmente concurrida. El calor apretaba de lo lindo en aquella especie de retaguardia culinaria. El caos era el protagonista y los platos bailaban a su alrededor en pleno desafío. Ella loncheaba jamón y quesos a todo gas, enfrentada a una serie de artilugios cortantes que amenazaban la seguridad de sus maltrechos dedos. Disponía las tapas con elegancia (aunque realmente habría tirado, de cualquier manera, los ingredientes en el plato, en vez de colocarlos con gracia)

“Una de sardinas, tostada de atún, surtido de quesos (odiaba el surtido de quesos) una de callos, unos boquerones, tres de pan con tomate,  tostada de anchoas (desgranaba el camarero)” y ella (sintiéndose el clon de Cenicienta) se preguntaba, mientras picaba ajos y unos tomatitos, el por qué no había ideado un complemento menos laborioso para la dichosa tapa.

22h y la cocina estaba en su punto álgido. Desde lejos le llegaban la música y el murmullo apagado de las conversaciones de los clientes. Un tenedor fue a caer justo encima de su pie, calzado con sandalias, el cuchillo de los quesos parecía jugar al escondite y ella, se convertía en la versión humana del correcaminos, haciendo viajes a la nevera cada vez que faltaba un ingrediente. Por la estratégica ventanita de comunicación se sucedían pedidos y a la vez entrada de platos sucios. Sumida en una continua metamorfosis que fluctuaba entre ser pinche o cocinera lo iba recolocando todo en el lavavajillas y a la vez sacando adelante los encargos de los clientes.

El tiempo fluía entre fogones, perfumado de choricitos a la sidra, queso azul, cecina ahumada… aromas sabrosos pero ausentes de todo chic. Estaba cansada y entumecida, pero por suerte se acercaba la medianoche y con ella la calma. La  improvisada Cenicienta iba ralentizando su ritmo, mientras ordenaba la cocina.

Lástima que ningún hada madrina le iba a regalar unos zapatos de cristal (aunque realmente en ese momento desearía andar descalza) ni al final de la jornada la esperaría una carroza-calabaza para llevarla a un baile, ni ningún príncipe iba a venir a rescatarla.

Al fin y al cabo ya se sabe: los cuentos, cuentos son

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