Sumida en esa especie de duermevela
matutino, que a menudo acompaña un perezoso despertar, lo sintió moverse por la
habitación. Abrió, a penas los ojos para verle, aunque incluso con los ojos
cerrados podía visualizarle. Tenía tan aprendido su modo de andar, su gesto, su
sonrisa, que no necesitaba la presencia, para imaginarle tan nítidamente como
si lo tuviese delante. Medio adormecida le vio entrar y más tarde salir del
baño, con el pelo húmedo y revuelto, como a ella le gustaba. Observó cómo
buscaba la ropa en el armario y la iba poniendo cuidadosamente sobre la cama
para luego irse vistiendo. Se recreó en su sensual desnudez y en ese paulatino
cubrir de su cuerpo, a medida que se enfundaba los pantalones y se abrochaba la
camisa. Le oyó trastear, una vez más, por el baño y aspiró el perfume de su
colonia cuando entró de nuevo en la habitación, para calzarse los zapatos.
Luego la envolvió el silencio. Un silencio roto tan
sólo por los murmullos urbanos de la ciudad, que poco a poco, desperezaba su
piel de asfalto. Se quedó un rato quieta, esperando, aunque no tenía muy claro
lo que esperaba. Al final abrió del todo los ojos y la luz que empezaba a
bailar por la estancia le dio la bienvenida. Tras las ventanas un incipiente
sol anunciaba un cálido día de agosto. Se estiró, como un gato y se dio la
vuelta entre las revueltas sábanas. Fue en ese pequeño intervalo de tiempo cuando, de repente, se cruzó con su sonrisa y mil mariposas se agitaron a su alrededor, componiendo un sublime vals aéreo.
Pero fue sólo eso: un breve y fugaz
intervalo, un tiempo sin tiempo real. La sonrisa seguía allí, bailando frente a su
mirada, pero no era él, sino su imagen atrapada en un papel, congelada allí por siempre. Desde la mesita de
noche la risueña fotografía le sonreía, pero él, aquel que le había enamorado
el alma, ya no estaba para darle los buenos días y cosquillear su espíritu.
Las mariposas se esfumaron como por arte
de magia y ella se acurrucó de nuevo bajo las sábanas, como si de ese modo pudiera
protegerse de la fría soledad. Fuera, ajena a su nostalgia, la vida seguía avanzando por un río de cemento y olvido.
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