5/03/2017

SOLTAR LASTRE




Hacía ya un buen rato que estaba despierta pero nada la empujaba a levantarse de la cama, ni siquiera la cálida llamada de la incipiente primavera. Se obligó a abrir los ojos y parpadeó, cegada por la intensa luz que entraba a raudales por el gran ventanal iluminando cada rincón de la habitación. 
Descalza, fue hasta la terraza y abrió de par en par la puerta de acceso. Fuera olía a yerba recién cortada, a flores y a mar. El cielo era una inmensa acuarela de azules por donde vagaban cuatro nubes deshilachadas. Todo invitaba a vivir a disfrutar del nuevo ciclo que venia a substituir al frío invierno, pero ella se sentía sola y ausente, fuera de esa eclosión de luz y colores, inmersa en una nebulosa gris que le oprimía el aura. 
De repente tuvo la sensación de estarse perdiendo algo. Si, en realidad estaba perdiendo algo muy valioso: su tiempo. Lo estaba desperdiciando como tantas otras veces y pensó que a pesar de los años no había aprendido nada. 
Un escalofrío le recorrió el cuerpo y entró de nuevo en la casa, que la recibió con su habitual silencio. 
Como un autómata bajó a la cocina y se preparó un café. Con la raza en la mano salió al jardín para sentarse en el columpio, bajo el gran aguacate. Antes le gustaba aquel rincón, pero hacia tiempo que no disfrutaba de ese espacio. Realmente hacía mucho tiempo que se limitaba a existir, sumergida en una vorágine de la cual no sabía como escapar. Ya no tenía vida propia, ni sueños, ni dedicaba tiempo a lo que realmente le gustaba. 
Miro las pequeñas retículas de cielo que parpadeaban por entre la cúpula vegetal. 
Estaba perdida y muy sola y así se sentía desde hacía ya demasiados meses. 
Sabía que salir de esa espiral estaba en su mano, pero la sensación de cansancio era un lastre que la mantenía inmóvil.
La mañana invitaba a salir, respirar la vida y escapar de todo... Si, escapar... ese pensamiento percutió en su mente como un grito de libertad. 
Sin detenerse a meditar, empujada por aquella loca llamada, subió las escaleras y se vistió rápidamente, ropa cómoda, zapatillas, una sudadera y una pequeña mochila. 
Salió, dejándose envolver por el abrazo de la luz y caminó calle abajo, rápidamente, como si temiera arrepentirse de su decisión. 
Justo al llegar a la estación llegaba un tren. Ni siquiera sabía a donde iba, pero eso poco importaba. Solo quería huir, soltar amarras y saborear el placer de vivir. 
Se sentó al lado de la ventanilla viendo pasar el paisaje que fluía en un desfilar de rápidas secuencias marinas. La costa se perfilaba ante sus ojos y a cada minuto una nueva playa substituía la anterior. Del otro lado de las vías los pueblos se sucedían, dejando a su paso una fugaz sensación de pérdida.
Pensó que así era realmente el vivir: una sucesión de secuencias, más o menos largas y que en su mano estaba dejar atrás una y buscar la siguiente. 
Cerró los ojos y por primera vez en muchos meses se sintió relajada y en paz. No importaba el destino, iba a disfrutar del trayecto.
Más allá de la ventanilla se mecía un mar de vida cambiante, en cada playa, en cada ciclo, cada día, cada minuto... Estaba allí, esperándola.

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